Era una casa fea, una casa humilde. Una gran cocina y un gran dormitorio eran todos los recintos que la casa tenía.
En el centro de la cocina una estufa en la que ardía el carbón que calentaba los fríos inviernos y donde se guisaban los más humildes pero sabrosos guisos. El tubo que expulsaba el humo fuera de la casa estaba siempre brillante, unos polvos mágicos que mi madre restregaba con un trapo le dejaban un aspecto plateado. Alrededor de ella nos sentábamos todos los críos del barrio y ella nos freía patatas, las pelaba con suma paciencia las cortaba en rodajas muy finas y las depositaba sobre el aceite caliente en pequeñas capas, las comíamos calientes saladas y con hambre. Nunca más en mi vida comí papas como aquellas. No se si la magia eran las manos de mi madre, la de aquella estufa o el hambre.
A la luz de una triste bombilla las noches se hacían largas, la parte de delante de la estufa se ponía roja, un corro de manos se acercaban para sentir su calor.
Mi madre contaba siempre las mismas historias, al calor de la lumbre. Historias de la guerra. Hablaba para ella misma y había tristeza en sus ojos…
Cuando nos evacuaron de nuestra casa apenas tuvimos tiempo para meter nada en nuestras maletas que ni siquiera eran maletas, si no un atadillo con cuatros cosas. Allí se quedo mi ajuar todo bordado a mano…por estas manos…¿quien lo estará disfrutando?
En el centro de la cocina una estufa en la que ardía el carbón que calentaba los fríos inviernos y donde se guisaban los más humildes pero sabrosos guisos. El tubo que expulsaba el humo fuera de la casa estaba siempre brillante, unos polvos mágicos que mi madre restregaba con un trapo le dejaban un aspecto plateado. Alrededor de ella nos sentábamos todos los críos del barrio y ella nos freía patatas, las pelaba con suma paciencia las cortaba en rodajas muy finas y las depositaba sobre el aceite caliente en pequeñas capas, las comíamos calientes saladas y con hambre. Nunca más en mi vida comí papas como aquellas. No se si la magia eran las manos de mi madre, la de aquella estufa o el hambre.
A la luz de una triste bombilla las noches se hacían largas, la parte de delante de la estufa se ponía roja, un corro de manos se acercaban para sentir su calor.
Mi madre contaba siempre las mismas historias, al calor de la lumbre. Historias de la guerra. Hablaba para ella misma y había tristeza en sus ojos…
Cuando nos evacuaron de nuestra casa apenas tuvimos tiempo para meter nada en nuestras maletas que ni siquiera eran maletas, si no un atadillo con cuatros cosas. Allí se quedo mi ajuar todo bordado a mano…por estas manos…¿quien lo estará disfrutando?
Un camión nos sacó de la ciudad y cuando habíamos recorrido un corto camino en medio de aquel terrible frió, uno de los laterales del vehículo se abrió y caímos a la carretera; el camión paró y de nuevo nos acomodamos en su caja. Nadie se quejaba ni lanzaba la mas mínima lamentación, yo me mordía los puños , el dolor era ya insoportable, un gran agujero en mi muslo izquierdo me estaba haciendo rabiar, la sangre se veía a través de mi abrigo, vuestra abuela le gritó al chofer que parase. El camión se detuvo en un pueblo para que recibiésemos ayuda, fuimos a un refugio repleto de gente y de soldados que más que soldados, parecían cadáveres vivientes. Vendaron mi herida y la de alguno más y emprendimos de nuevo camino hacia quien sabe que destino. En la siguiente parada encontramos gente conocida, gente de nuestra ciudad; un anciano me dijo:…mira tus piernas…están llenas de piojos…,me quite las medias y él me proporcionó agua para que me lavase. Nos dieron de comer una sopa que sin saber de que era me supo buenísima, al menos estaba caliente.
Al término del viaje en camión teníamos que coger un tren que nos trasladaría a otra ciudad, vuestra abuela se negó a continuar aquel calvario y nos quedamos en aquel lugar, un lugar que nos acogió y nos ayudó a salir adelante, no sin miles de calamidades…
Ojalá nunca tengáis que pasar una guerra ni pasar hambre…
Como si despertase de sus recuerdos nos decía…¡Ale! a la cama, el carbón se ha agotado y ya hasta mañana no hay más.
El rojo candente de la estufa ya se había apagado.
El dormitorio era una gran habitación, una gran cama de hierro con un mullido colchón de lana era donde dormían mis padres, a la derecha en otra de mediano tamaño, mis hermanos y en un rincón, casi desapercibida, estaba mi pequeña cama; pequeña me sentía yo, pequeña y llena de miedos. Justo al lado de mi cama había una puerta, una puerta que nunca se habría…era el cuarto oscuro… daba paso a un refugio… una cueva… Esta parte de la casa estaba incrustada entre las entrañas de la tierra, al cerrar los ojos siempre aparecían monstruos y fantasmas que salían de aquel agujero, me despertaba saltaba de mi cama y me acurrucaba en los brazos de mi madre.
La mañana lo cambiaba todo y los miedos se desvanecían, ya cuando nos levantábamos la estufa estaba funcionando y el calor llenaba aquella gran cocina, sentada en una de las viejas sillas mi madre trenzaba mi pelo, unas perfectas trenzas y el pelo bien estirado.
Como si despertase de sus recuerdos nos decía…¡Ale! a la cama, el carbón se ha agotado y ya hasta mañana no hay más.
El rojo candente de la estufa ya se había apagado.
El dormitorio era una gran habitación, una gran cama de hierro con un mullido colchón de lana era donde dormían mis padres, a la derecha en otra de mediano tamaño, mis hermanos y en un rincón, casi desapercibida, estaba mi pequeña cama; pequeña me sentía yo, pequeña y llena de miedos. Justo al lado de mi cama había una puerta, una puerta que nunca se habría…era el cuarto oscuro… daba paso a un refugio… una cueva… Esta parte de la casa estaba incrustada entre las entrañas de la tierra, al cerrar los ojos siempre aparecían monstruos y fantasmas que salían de aquel agujero, me despertaba saltaba de mi cama y me acurrucaba en los brazos de mi madre.
La mañana lo cambiaba todo y los miedos se desvanecían, ya cuando nos levantábamos la estufa estaba funcionando y el calor llenaba aquella gran cocina, sentada en una de las viejas sillas mi madre trenzaba mi pelo, unas perfectas trenzas y el pelo bien estirado.
El desayuno era otra de las magias de aquella casa, un tazón de leche y su nata untada en el pan con mucho azúcar.
Había miles de sensaciones en aquella casa, en aquel espacio.
Había miles de sensaciones en aquella casa, en aquel espacio.
4 comentarios:
Las casas en que vivimos de niños tienen un extraño sabor. Supongo que a todos les pasará lo mismo.
Pero las de los años cuarenta, con recuerdos recientes de la guerra clavados como hierros en el recuerdo de los padres tienen una tristeza especial (A mí, mi abuela me contaba los recuerdos de niña de su bisabuela, a quien llegó a conocer, que le contaba sus terrores de niña en 1808 al tener que esconderse en tinajas cuando se temían que iban a pasar las tropas de Napoleón buscando -les decían- "pititas" (supongo que se referirían a "petites filles").
A veces los recuerdos nos ponen nostálgicos, pero siempre resultan enternecedores y dignos de recordarse y de contar así, tan emotivamente, a los amigos.
Muchos besos.
Jolines..lo de Ybris, un poco más y tiene palabras de cuando todavía estaban los Austria..la verdad que nuestro país ha cambiado tanto que todo esto les parece a algunos como los cuentos de los hermanos Grimm, y son embargo esta tan cerca...besos.
veo que has retrocedido unos años... si es que te quedaban demasiadas historias por contar...
por cierto, que pareces la niña del laberinto del fauno.... ¿se han inspirado en ti?
Las casa viejas, las camas de lana, las bombillas peladas que se encendían con una llave de vueltas...recuerdos de niños de pueblo, los que tuvimos la suerte de tener un desván que daba miedo y encerraba misterios en arcas. Y los que escondíamos un gato en la cuadra donde hubo una burra...jo...paro ya.
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